miércoles, 14 de noviembre de 2007

El protestantismo de los príncipes y el protestantismo de los pueblos.


El protestantismo de los príncipes y el protestantismo de los pueblos.

Por H.G. Wells en Esquema de la Historia, Lectum Editores Argentina S.A. 1967 (pág. 501 a 506).

Dedicaremos ahora un párrafo a ciertas aclaraciones respecto al movimiento de las ideas religiosas durante los siglos XV y XVI,…
Tenemos que diferenciar claramente dos sistemas de oposición a la Iglesia católica completamente distintos, pero que se entremezclaron muy confusamente. La Iglesia iba perdiendo su influjo sobre las conciencias de los príncipes, de los hombres ricos y de los inteligentes, a la vez que también perdía la fe y la confianza del hombre del pueblo. El efecto del declinar de su poder espiritual sobre los primeros se tradujo en que éstos sintieran más duramente que en lo pasado sus intervenciones, sus restricciones morales, sus pretensiones a la soberanía, a imponer tributos y a anular convenios. Cesaron, pues, de respetar su poder y sus propiedades. Esta insubordinación de los príncipes y gobernantes ocurrió durante toda la Edad Media; pero, realmente, hasta que en el siglo XVI comenzó la Iglesia a aliarse con su antiguo antagonista el Emperador, ofreciéndole su apoyo y aceptando su ayuda en la campaña contra la herejía, no empezaron los príncipes a pensar seriamente en romper con la comunión romana y crear una Iglesia propia. Pero nunca se les habría ocurrido hacerla, de no advertir que la influencia de la Iglesia sobre las masas se había relajado tanto.
La rebelión de los príncipes fue, esencialmente una rebelión irreligiosa contra el dominio universal de la Iglesia. El emperador Federico II, con sus epístolas a sus colegas en soberanía, fue el precursor de ella, La rebelión, en cambio, del pueblo contra la Iglesia fue, tan esencialmente como la otra, religiosa. Éste no objetaba al poder de la Iglesia, sino a su debilidad. El pueblo necesitaba una Iglesia profundamente justa e intrépida que le ayudase a organizarse contra la maldad de los poderosos. Los movimientos del pueblo contra la Iglesia, dentro y fuera de ella, no fueron para libertarse de una dirección religiosa, sino para hacerla más plena y estricta. Si protestaban contra el Papa, no era porque era la cabeza religiosa del mundo, sino porque no lo era; porque era un opulento monarca terrenal, cuando debería haber sido su guía espiritual.
La lucha en Europa desde el siglo XIV en adelante era una lucha triangular. Los príncipes querían emplear las fuerzas populares contra el Papa, pero no dejar que estas fuerzas se hicieran demasiado poderosas para el propio poderío y gloria de ellos. Durante largo tiempo, la Iglesia fue de príncipe en príncipe buscando un aliado sin comprender que el aliado perdido que necesitaba recuperar era la veneración popular.
A causa de este triple aspecto de los conflictos mentales y morales que tuvieron lugar en los siglos XIV, XV y XVI, la serie de cambios subsiguientes, conocidos colectivamente en la Historia por la Reforma, tomaron también un triple aspecto. Así, hubo la Reforma con arreglo a los príncipes, que querían poner dique al torrente de dinero que se tragaba la sima de Roma y apoderarse de la autoridad moral, la dirección educativa y las posesiones materiales de la Iglesia dentro de sus respectivos dominios. Hubo la Reforma con arreglo al pueblo, que quería hacer del cristianismo una fuerza contra la injusticia, y especialmente contra la injusticia y falta de equidad de los ricos y poderosos. Y, por último, hubo la Reforma dentro de la Iglesia, de la cual San Francisco de Asís fue el precursor, que quería restablecer la bondad de la Iglesia y, por medio de esta bondad, restaurar su poderío.
La Reforma con arreglo a los príncipes tomó la forma de una sustitución del Papa por el príncipe como cabeza de, la religión y director espiritual de su pueblo. Los príncipes no tenían la menor idea ni intención de dejar libertad de juicio a sus súbditos, sobre todo con las lecciones de los hussitas y anabaptistas a la vista; trataban simplemente de establecer Iglesias nacionales dependientes del trono. Al separarse de la comunión romana Inglaterra, Escocia, Suecia, Noruega, Dinamarca, el Norte de Alemania y Bohemia, los príncipes y gobernantes mostraron la mayor solicitud por conservar lo más posible el movimiento bajo su dirección. Así, no tenían inconveniente en permitir toda la reforma que se quisiera, mientras ésta sólo tuviera por objeto apartarse de Roma; pero, en cuanto aparecían síntomas de cualquier peligrosa inclinación a volver a las doctrinas primitivas de Cristo o a la interpretación directa de la Biblia, ya era otra cosa. La Iglesia oficial de Inglaterra es una de las más típicas y afortunadas componendas o transacciones que resultaban. Así, esta Iglesia es todavía sacramental y sacerdotal, pero su organización se concreta en la corte y en el Lord Canciller, y aunque pudieran estallar, como de hecho suelen estallar, ideas subversivas entre las filas más bajas y menos prósperas de su clero; es absolutamente imposible para ellos abrirse paso a ningún puesto de influencia o autoridad.
La Reforma con arreglo al hombre del pueblo fue muy diferente en espíritu de esa Reforma de los príncipes. Ya hemos dicho algo de las tentativas populares de reforma en Bohemia y Alemania. Los grandes terremotos espirituales de la época fueron a la vez más honrados, más confusos, más constantes y de menos éxito inmediato que las reformas de los príncipes. Muy contados hombres de espíritu religioso tuvieron la audacia de romper abiertamente con toda enseñanza autorizada y de confesar que, de allí en adelante, fiaban exclusivamente en su propio juicio y conciencia. Esto requería un altísimo valor intelectual. La inclinación general del hombre del pueblo durante este período en Europa era a contraponer la autoridad de su nueva adquisición, la Biblia, a la autoridad de la Iglesia. Este fue, particularmente, el caso del eminente caudillo del protestantismo alemán, Martín Lutero (1483-1546). En toda Alemania, y realmente en toda la Europa Occidental, había ahora un sin fin de hombres deletreando las apretadas páginas de la Biblia recién traducida e impresa, leyendo con toda atención el Levítico y el Cantar de Salomón y el Apocalipsis de San Juan, libros extraños y desconcertantes, leídos y meditados junto a la historia sencilla y conmovedora del Jesús de los Evangelios. Como era inevitable, estos libros dieron lugar a ideas muy singulares y a interpretaciones grotescas; y lo sorprendente es que no fueran aún más singulares y más grotescas. Pero la razón humana es una cosa muy terca, y criticará y elegirá a pesar de sus propias resoluciones. La mayoría de aquellos nuevos estudiantes de la Biblia tomaron de ella lo que estaba de acuerdo con sus conciencias e ignoraron sus contradicciones y enigmas. Pero en toda Europa también, doquiera se erigían las nuevas Iglesias protestantes de los príncipes, quedaba un residuo vivo y activísimo de protestantes que se negaban a que les fuese fraguada de este modo su religión. Estos eran los no conformistas, miscelánea de sectas, sin otro vínculo en común que su resistencia a una religión autoritaria, fuese del Papa o del Estado. La mayoría, pero no todos estos no conformistas, se refieren a la Biblia como a un guía autorizado y de inspiración divina. Esta fue una posición más bien estratégica que estable, y la moderna inclinación del no conformismo ha sido, de esta bibliolatría original, a un reconocimiento mitigado y sentimentalizado de las simples enseñanzas de Jesús de Nazaret. Más allá de las filas del no conformismo, más allá de las filas de todo cristianismo profesado, también hay hoy una creciente y muy considerable masa de creencias igualitarias y de impulsos altruistas en las civilizaciones modernas, que seguramente debe, como ya dijimos, su espíritu al cristianismo y que comenzó a aparecer en Europa al empezar la Iglesia a perder su dominio sobre el espíritu del pueblo.
Digamos ahora una palabra de la tercera fase del proceso de la Reforma, o sea: la Reforma dentro de la Iglesia. Esta ya había comenzado en los siglos XII y XIII con la aparición de los dominicos y franciscanos. En el siglo XVI, y cuando más falta hacía, vino un nuevo impulso del mismo género. Tal fue la fundación de la Sociedad de Jesús por Iñigo López de Recalde, mejor conocido del mundo actual como San Ignacio de Loyola.
La mocedad de Ignacio fue como la de cualquier mancebo español de la época, robusto y valiente. Era de inteligencia despejada, mañoso y apasionando de hazañas de denuedo y de gloria aparatosa. Sus aventuras galantes fueron atrevidas y pintorescas.
En 1521, los franceses tomaron al emperador Carlos V la ciudad de Pamplona, siendo Ignacio uno de sus defensores. Tuvo las piernas quebradas por una bala de cañón y fue cogido prisionero. Una de las piernas fue mal compuesta y tuvo que ser rota de nuevo, operaciones dolorosas y complicadas que casi le costaron la vida. Recibió los últimos sacramentos, que le hicieron tal efecto, que aquella misma noche dio principio su conversión. Al llegar a la convalecencia, vio ante sí la perspectiva de una vida posible de lisiado. Sus pensamientos acabaron de fijarse en la religión. Meditando, unas veces en cierta gran dama, y en la manera de ganar su admiración por algún hecho hazañoso, compatible con su mísera condición presente, y otras veces en convertirse; por modo especial y personalísimo, en el Caballero de Cristo, he aquí que, en medio de estas confusiones, y según el mismo nos cuenta, una noche, como yaciera despierto, vino una nueva gran dama a reclamar su atención: se le apareció la bienaventurada Virgen María con el niño Jesús en brazos, e «inmediatamente se apoderó de él la repugnancia por toda su vida pasada». Resolvió renunciar a toda idea de mujer terrena, y llevar una vida de absoluta castidad y devoción a la Madre de Dios, proyectando grandes peregrinaciones y una vida monástica.
Su método final de pronunciar sus votos nos le muestra como compatriota genuino del gran Don Quijote. Recobrando las fuerzas, y cabalgando sin rumbo fijo por el mundo, caballero de fortuna, sin nada en los bolsillos y con poco más que sus armas y la mula en que cabalgaba, he aquí que el azar del camino le dio por compañero a un moro. Platicando sosegadamente llevaban recorrido un buen trecho de camino, cuando el coloquio vino a recaer sobre cuestiones de religión. El moro era, sin disputa, el más culto de los dos, y no le fue difícil llevar la mejor parte en la argumentación, diciendo ciertas cosas, ofensivas para la Virgen María, nada fáciles de contestar. Al fin, se separó victoriosamente de Ignacio, dejando al incipiente Caballero de Nuestra Señora ardiendo en vergüenza e indignación. Por un momento, vaciló entre seguir al moro y darle muerte, o proseguir la peregrinación proyectada. Al llegar a una encrucijada del camino, dejó la decisión a su mula, que optó por dejar con vida al infiel. Ignacio llegó a la abadía benedictina de Manresa, cerca de Montserrat, y allí imitó a aquel héroe sin segundo de la literatura romancesca medieval, Amadís de Gaula, velando como él toda una noche ante el altar de la Santa Virgen. Regaló su mula a la abadía, dio sus ropas mundanas a un mendigo, dejó su espada y daga en el altar y se vistió con un burdo hábito de estameña y unas sandalias de esparto. Ingresó luego en un hospicio de las cercanías y se entregó allí a la penitencia, disciplinándose y practicando otras austeridades semejantes. Durante toda una semana ayunó estrictamente. De allí, partió en romería a la Tierra Santa.
Durante algunos años estuvo viajando, devorado por la idea de fundar una nueva orden de caballería religiosa, pero sin saber claramente cómo atinaría en su empresa. Cada vez tenía más conciencia de su ignorancia, y la Inquisición, que empezaba a interesarse en sus andanzas, le prohibió intentase enseñar a los demás hasta que él mismo hubiese dedicado cuatro años, cuando menos, al estudio. Tanta crueldad e intolerancia se echan sobre las espaldas de la Inquisición, que es grato recordar que en sus relaciones con este hombre entusiasta, temerario e imaginativo dio pruebas de comprensión, de simpatía y de cordura. Reconoció su fuerza y su posible aprovechamiento, y vio los peligros de su ignorancia. Ignacio estudió en Salamanca y París, entre otros sitios. Fue ordenado presbítero en 1538, y un año después su tan soñada orden fue fundada bajo el título militar de «Compañía de Jesús». Como el moderno Ejército de Salvación inglés, intentó poner las tradiciones generosas de la disciplina y la organización militar al servicio de la religión.
Este Ignacio de Loyola que fundó la orden jesuítica, era un hombre de cuarenta y siete años; muy diferente, mucho más discreto y juicioso que aquel mozuelo un tanto absurdo que imitaba a Amadís de Gaula y hacía vela en la abadía de Manresa: y la organización misionaria y educativa que había creado y puesto a disposición del Papa era uno de los más poderosos instrumentos que había manejado nunca la Iglesia. Aquellos hombres hacían don libre e ilimitado de sí mismos a la Iglesia. Fue la orden de los jesuitas la que llevó de nuevo el cristianismo a China, después de la caída de la dinastía Ming, y jesuitas fueron los principales misioneros de la India y de Norteamérica. Más adelante aludiremos a su obra civilizadora entre; los indios de la América del Sur; pero su hazaña capital consiste en haber elevado el nivel de la educación católica. Sus escuelas fueron, y continuaron siendo durante largo tiempo, las mejores escuelas de la Cristiandad. Dice Lord Verulam (o sea Sir Francis Bacón): «En cuanto a la parte pedagógica... consúltense las escuelas de los jesuitas, pues nada mejor ha sido puesto en práctica». Elevaron el nivel de la inteligencia, avivaron la conciencia de toda la Europa católica, estimularon a la Europa protestante a competir en esfuerzo educativo...
Concurrentemente con esta gran ola de esfuerzo educativo, el tono y calidad de la Iglesia también fueron considerablemente mejorados por la clarificación de doctrinas y las reformas de organización y disciplina que llevó a cabo el Concilio de Trento. Este concilio se reunió intermitentemente en Trento o Bolonia de 1545 a 1563, y su obra fue tan importante, por lo menos, como la energía de los jesuitas en el trabajo de poner dique a los crímenes y desatinos que estaban siendo causa de que Estado tras Estado se separasen de la comunión romana.
El cambio producido por la Reforma dentro de la Iglesia de Roma, fue tan grande como el producido en las Iglesias protestantes que se segregaron del cuerpo matriz. A partir de entonces, ya no hay grandes escándalos ni cismas dignos de mención. Pero, en todo caso, si algo hubo fue una intensificación de estrechez doctrinaria, y momentos de vigor imaginativo como el papado de Gregorio El Grande; o el grupo de papas asociados con Gregorio VII y Urbano II, o el que comenzara con Inocencio III, no vienen ya a realzar la narración enjuta y pedestre.

sábado, 10 de noviembre de 2007

El Príncipe de Nicolás Maqiavelo



MAQUIAVELO: EL PRÍNCIPE “CAPÍTULO XVIII”



El humanismo y el desarrollo del pensamiento científico

Todo el mundo sabe cuán laudable es que el príncipe prefiera siempre la lealtad siempre a la falacia; sin embargo, la experiencia de nuestros tiempos prueba que príncipes a quienes se ha visto hacer grandes cosas, tuvieron poco en cuenta la fe jurada, procurando atentamente engañar a los hombres y consiguiendo al fin dominar a los que en su lealtad fiaban.

Sépase que hay dos maneras de combatir, una con las leyes y otra con la fuerza. La primera es propia de los hombres, y la segunda de los animales; pero muchas veces no basta con la primera, es indispensable acudir a la segunda. De aquí que a los príncipes les convenga saber aprovechar estas dos especies de armas. Los antiguos escritores enseñaban esta condición de un modo alegórico, diciendo que Aquiles y muchos otros príncipes de remotos tiempos fueron dados a criar al centauro Quirón, quien los tenía en su guarda. El darles un preceptor medio hombre, medio bestia, significa la necesidad de saber usar ambas naturalezas, porque una sin otra no es duradera. Obligado el príncipe a saber emplear los procedimientos de los animales, debe preferir los que son propios del león y del zorro, porque el primero no sabe defenderse sin trampas, y el segundo no puede defenderse de los lobos. Se necesita, pues, ser zorro para conocer las trampas, y león para asustar a los lobos. Los que sólo imitan al león, no comprenden bien sus intereses.

No debe, pues, un príncipe ser fiel a su promesa cuando esta fidelidad le perjudica y han desaparecido las causas que le hicieron prometerla. Si todos los hombres fueran buenos, no lo sería este precepto; pero como son malos y no serán leales contigo, tú tampoco debes serlo con ellos. Jamás faltaran a un príncipe los argumentos para disculpar el incumplimiento de sus promesas, de lo cual podrían presentarse infinitos ejemplos modernos y demostrar cuántos compromisos y tratados de paz han dejado de cumplirse por deslealtad de los príncipes, siendo siempre ganancioso el que mejor ha imitado al zorro.

Pero es indispensable saber disfrazar bien las cosas y ser maestros en fingimiento, aunque los hombres son tan cándidos y sumisos a las necesidades del momento que, quién engañe, encontrará siempre a quien se deje engañar.

De los ejemplos actuales citaré uno. Alejandro VI jamás pensó ni hizo otra cosa que engañar a los demás, ni ha habido quien aseverase con más seriedad, ni quién con mayores juramentos afirmara una promesa, ni menos la cumpliese. Sin embargo, sus engaños le fueron provechosos, porque conocía bien a los hombres.


No necesita un príncipe tener todas las cualidades mencionadas, pero conviene que lo parezca. Hasta me atreveré a decir que, teniéndolas y practicándolas constantemente, son perjudiciales, y pareciendo tenerlas, resultan inútiles. Lo será, sin duda, el parecer piadoso, fiel, humano, religioso, íntegro, y aun el serlo; Pero con ánimo resuelto a ser lo contrario en caso necesario.

Ningún príncipe, y menos un príncipe nuevo, puede practicar todas las virtudes que dan crédito a los nuevos hombres, necesitando con frecuencia, para conservar su poder, hacer algo contrario a la lealtad, a la clemencia, a la bondad o a la religión. Su carácter ha de tener la ductilidad conveniente para plegarse a las condiciones de los cambios de la fortuna conveniente para plegarse a las condiciones que los cambios de la fortuna le impongan, y, según ya he dicho, mientras puede ser bueno, no dejar de serlo; pero sí en los casos de impetuosa necesidad. Debe también cuidar el príncipe de que no salga frase de su boca que no este impregnada en las cinco referidas cualidades, y que en cuento se le vea y se le oiga parezca piadoso, leal, íntegro, compasivo y religioso. Esta última es la cualidad que conviene más aparentar, pues generalmente los hombres juzgan más por los ojos que por los demás sentidos, y pudiendo ver todos, pocos comprenden bien lo que ven. Todos verán lo que aparentas, pocos sabrán lo que eres, y estos pocos no se atreverán a ponerse en contra de la verdadera mayoría, que tiene de su parte la fuerza oficial del Estado. De las intenciones de los hombres, y más aun de las de los príncipes, como no pueden someterse a apreciación de tribunales, hay que juzgar por los resultados. Cuanto haga un príncipe por conservar su poder y la integridad de sus Estados se considerará honroso y lo alabarán todos, porque el vulgo se deja guiar por las apariencias y sólo juzga por los acontecimientos; y como casi todo el mundo es vulgo, la opinión de pocos que no forman parte de él sólo se tiene en cuenta cuando falta base a la opinión vulgar.

Algún príncipe de los actuales que conviene nombrar, predica continuamente paz y lealtad, y no hay mayor enemigo de ambas cosas, tanto que, de haberlas respetado, ya en muchas ocasiones hubiese perdido su reputación y sus Estados.