sábado, 10 de noviembre de 2007

El Príncipe de Nicolás Maqiavelo



MAQUIAVELO: EL PRÍNCIPE “CAPÍTULO XVIII”



El humanismo y el desarrollo del pensamiento científico

Todo el mundo sabe cuán laudable es que el príncipe prefiera siempre la lealtad siempre a la falacia; sin embargo, la experiencia de nuestros tiempos prueba que príncipes a quienes se ha visto hacer grandes cosas, tuvieron poco en cuenta la fe jurada, procurando atentamente engañar a los hombres y consiguiendo al fin dominar a los que en su lealtad fiaban.

Sépase que hay dos maneras de combatir, una con las leyes y otra con la fuerza. La primera es propia de los hombres, y la segunda de los animales; pero muchas veces no basta con la primera, es indispensable acudir a la segunda. De aquí que a los príncipes les convenga saber aprovechar estas dos especies de armas. Los antiguos escritores enseñaban esta condición de un modo alegórico, diciendo que Aquiles y muchos otros príncipes de remotos tiempos fueron dados a criar al centauro Quirón, quien los tenía en su guarda. El darles un preceptor medio hombre, medio bestia, significa la necesidad de saber usar ambas naturalezas, porque una sin otra no es duradera. Obligado el príncipe a saber emplear los procedimientos de los animales, debe preferir los que son propios del león y del zorro, porque el primero no sabe defenderse sin trampas, y el segundo no puede defenderse de los lobos. Se necesita, pues, ser zorro para conocer las trampas, y león para asustar a los lobos. Los que sólo imitan al león, no comprenden bien sus intereses.

No debe, pues, un príncipe ser fiel a su promesa cuando esta fidelidad le perjudica y han desaparecido las causas que le hicieron prometerla. Si todos los hombres fueran buenos, no lo sería este precepto; pero como son malos y no serán leales contigo, tú tampoco debes serlo con ellos. Jamás faltaran a un príncipe los argumentos para disculpar el incumplimiento de sus promesas, de lo cual podrían presentarse infinitos ejemplos modernos y demostrar cuántos compromisos y tratados de paz han dejado de cumplirse por deslealtad de los príncipes, siendo siempre ganancioso el que mejor ha imitado al zorro.

Pero es indispensable saber disfrazar bien las cosas y ser maestros en fingimiento, aunque los hombres son tan cándidos y sumisos a las necesidades del momento que, quién engañe, encontrará siempre a quien se deje engañar.

De los ejemplos actuales citaré uno. Alejandro VI jamás pensó ni hizo otra cosa que engañar a los demás, ni ha habido quien aseverase con más seriedad, ni quién con mayores juramentos afirmara una promesa, ni menos la cumpliese. Sin embargo, sus engaños le fueron provechosos, porque conocía bien a los hombres.


No necesita un príncipe tener todas las cualidades mencionadas, pero conviene que lo parezca. Hasta me atreveré a decir que, teniéndolas y practicándolas constantemente, son perjudiciales, y pareciendo tenerlas, resultan inútiles. Lo será, sin duda, el parecer piadoso, fiel, humano, religioso, íntegro, y aun el serlo; Pero con ánimo resuelto a ser lo contrario en caso necesario.

Ningún príncipe, y menos un príncipe nuevo, puede practicar todas las virtudes que dan crédito a los nuevos hombres, necesitando con frecuencia, para conservar su poder, hacer algo contrario a la lealtad, a la clemencia, a la bondad o a la religión. Su carácter ha de tener la ductilidad conveniente para plegarse a las condiciones de los cambios de la fortuna conveniente para plegarse a las condiciones que los cambios de la fortuna le impongan, y, según ya he dicho, mientras puede ser bueno, no dejar de serlo; pero sí en los casos de impetuosa necesidad. Debe también cuidar el príncipe de que no salga frase de su boca que no este impregnada en las cinco referidas cualidades, y que en cuento se le vea y se le oiga parezca piadoso, leal, íntegro, compasivo y religioso. Esta última es la cualidad que conviene más aparentar, pues generalmente los hombres juzgan más por los ojos que por los demás sentidos, y pudiendo ver todos, pocos comprenden bien lo que ven. Todos verán lo que aparentas, pocos sabrán lo que eres, y estos pocos no se atreverán a ponerse en contra de la verdadera mayoría, que tiene de su parte la fuerza oficial del Estado. De las intenciones de los hombres, y más aun de las de los príncipes, como no pueden someterse a apreciación de tribunales, hay que juzgar por los resultados. Cuanto haga un príncipe por conservar su poder y la integridad de sus Estados se considerará honroso y lo alabarán todos, porque el vulgo se deja guiar por las apariencias y sólo juzga por los acontecimientos; y como casi todo el mundo es vulgo, la opinión de pocos que no forman parte de él sólo se tiene en cuenta cuando falta base a la opinión vulgar.

Algún príncipe de los actuales que conviene nombrar, predica continuamente paz y lealtad, y no hay mayor enemigo de ambas cosas, tanto que, de haberlas respetado, ya en muchas ocasiones hubiese perdido su reputación y sus Estados.

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